Traducción de Helena Talaya–Manso y Aymará Boggiano
Hoy, recordamos la gasolina. La Facultad de Ingeniería de la Universidad de Houston y el Departamento de Estudios Hispánicos presentan esta serie sobre las máquinas que mueven nuestra civilización, y las personas cuyo ingenio las creó.
Nuestro pasado se funde tan silenciosamente con el presente que nos olvidamos de cuantos cambios hemos presenciado. Es porque una parte importante de esos cambios ocurren a nivel subjetivo. Me refiero a los olvidados cambios de textura, de gusto y de olor de las cosas. Hoy recuperé un olor de hace sesenta años. ¡Leí un libro que me trajo de nuevo el olor de la gasolina!
Su título era Gasolina. El libro muestra los contenidos del Museo SIRM de Milán, en Italia. El museo exhibe cómo se lidiaba con la gasolina en la época del principio del automóvil. Recorre desde el primer surtidor de crudo antes de la 1ª guerra mundial hasta 1960. Nos muestra latas de gasolina, logos y parafernalia relacionada con gasolina.
De repente, me viene a la memoria el recuerdo de una infancia impregnada de olor a gasolina, cuando llenábamos el tanque a diez centavos por galón y lo que sobraba se derramaba sobre el pavimento y llenábamos latas de cinco galones de repuesto por si nos quedábamos sin combustible a mitad de camino.
Cuando cantábamos “La Cucaracha” en mi clase de español en la escuela secundaria, la censurábamos. En vez de cantar “La Cucaracha no puede caminar porque no tiene marihuana que fumar” pasó a ser “La Cucaracha no puede caminar porque no tiene gasolina para andar.”
Yo solía ir en mi bicicleta a la estación de gasolina para comprar pintas de lo que se llamaba gasolina blanca, –o sin plomo– para el motor de mis modelos de avión. Lo mezclaba con aceite de motor para que lubricara mientras se quemaba. La gasolina era omnipresente. La usábamos para limpiar cosas, para encender fuego; inhalábamos los humos de nuestro nuevo mundo motorizado.
Había olvidado todo esto hasta que vi este libro. Los surtidores de gasolina de mi infancia tenían arriba unos grandes contenedores de vidrio. Se rellenaban con el número de galones deseados, exhibiendo la nueva esencia antes de meterla en el tanque. Y por cierto, así es como llamaban a la gasolina los franceses —l´essence.
El libro muestra los contenedores que usábamos para cargar el material. Las latas exhibían con orgullo nombres como Shell, Pennzoil, Conoco y Standard. En cambio, los surtidores de hoy esconden la gasolina y nos evitan la exposición a las sensaciones —de las chispas o los olores, del fuego o del cáncer—. Nos protegen de nosotros mismos.
Y pues las suaves líneas art–nouveau de los surtidores de 1920 dieron paso a los aerodinámicos surtidores de 1930. Hoy los surtidores parecen pantallas de ordenadores. “Inserte aquí su tarjeta de crédito”, “asegúrese que el sello está firme antes de añadir combustible.”
Ahora, en vez de celebrar el preciado líquido que ya a nadie le importa, los surtidores lo esconden: ya no entramos al carro oliendo a gasolina. Vivimos más y más seguros, pero muy lejos de esa rica, pero poco segura y antigua celebración de una nueva movilidad.
Les habló Aymará Boggiano en otro episodio de Invenciones de la Inventiva, de John Lienhard en la Universidad de Houston, donde nos interesa el proceso de la mente inventiva.
(Tema musical)
Grassi, D., Bossaglia, R., Fisogni, G., Gasoline. Milan: Electa, 1995.
Agradecimientos a Margaret Culberson en la biblioteca de Artes y Humanidades de UH, por sugerirme el tema y proporcionarme el libro Gasoline. El nombre del museo de Milán al que antes me he referido por su acrónimo SIRM corresponde a Società Italiana Ristrutturazione e Manutenzione.